De mi época de estudiante recuerdo con nostalgia las vacaciones de verano. Mucho tiempo libre y ningún problema.
Las vacaciones de 1.987 las pasé junto a un amigo en la casa que mis padres tenían en el campo. Allí disfrutábamos de la piscina y de los partidos de fútbol-rugby que organizábamos todas las tardes. Durante la mañana realizábamos algunos trabajos de mantenimiento y jardinería para tener a mi padre contento. Por la noche salíamos por el pueblo a tomar unas cervezas. Así todos los días.
Una tarde se presentó mi padre en casa con un pintor del que le habían dado muy buenas referencias. Le enseñó la casa con detenimiento y acordaron un precio justo por el acicalamiento de las fachadas y algo, poca cosa, en el interior.
Al día siguiente el pintor comenzó a pintar la fachada principal. Los dos primeros días avanzó a buen ritmo. Aquello apuntaba que el trabajo en poco más de una semana estaría terminado. Pero no fue así. El pintor poco a poco se fue encontrando bien, como en su casa. Se llevó varias jaulas con pajaritos para que le hicieran compañía durante su jornada de trabajo que iba menguando cada día que pasaba. Antes de la comida se daba un buen paseo en el que recolectaba algunas frutas del tiempo: higos, manzanas y ciruelas fundamentalmente. Después de la comida se tumbaba en el césped bajo la sombra de una higuera y disfrutaba de una merecida siesta hasta la hora de irse. Pasamos el verano junto a nuestro pintor, que había pasado, a estas alturas, a ser huésped y veraneante ocasional.
Al terminar el verano regresamos a Sevilla para continuar con los estudios. La casa no se había terminado de pintar y al final tuvo que acabarla mi padre con nuestra ayuda ocasional.