En las pasadas navidades, observé como un padre acompañaba a sus dos hijos pequeños a un descampado para tirar unos petardos. Vigilaba, administraba y dirigía el encendido y lanzamiento de los petardos. Se le veía disfrutar más que a los pobres niños que actuaban como autómatas.
Esto me transportó a mi infancia. En Heliópolis existía una juguetería llamada "La Milagrosa". En su escaparate se mostraban las últimas novedades de la época, los famosos "Madelman" y "Geyperman". El interior parecía una cueva, disponía de poca luz natural, resultando una estancia bastante oscura y claustrofóbica. Los juguetes llenaban todos los espacios: el Quimicefa, el Scalextric, los Juegos Reunidos Geyper...etc. Para aprovechar al máximo el local algunos colgaban del techo. El final del pasillo estaba delimitado por un mostrador de madera y por su dueño siempre un poco enfadado.
Nosotros sólo comprábamos petardos. Disponía de un auténtico arsenal. En cantidad, suficiente como para volar el cercano campo del Betis. En variedad, los había de todos los tamaños.
Los más grandes los usábamos para volar cacas de perro. Mientras más frescas fueran éstas más espectacular resultaba la explosión. Con los medianos hacíamos saltar por los aires los soldatitos de plástico.
Sin embargo mis favoritos eran los pequeños, ideados para introducir en los cigarrillos. Tarea en la que me consideraba todo un maestro.
Corría el año 1.981 y mi hermana mayor accedía a la Universidad. ¡Aquello era un acontecimiento!. La verdad que se había hecho mayor. Ya no llevaba el uniforma de "La Doctrina Cristiana" y vestía un poco rara como hippy-progre años 70. También había comenzado a fumar. Todo esto naturalmente a espaldas de mi padre. Con esta información conseguía todo lo que quería tras someterla a un chantaje sin escrúpulos "¿A qué me chivo y se lo digo a papá?".
En su primer día de universidad, le quité el cartón de cigarrillos "Fortuna", los manipulé y les metí a cada uno de ellos un petardo. Dejé de nuevo el paquete en su sitio. Aquel día mi hermana repartió generosamente algunos cigarros entre sus nuevos compañeros (igualito que ahora que nadie comparte ni un cigarro).
Aún retumba en las paredes de la Universidad de Historia el grito que dió mi hermana aquel día ante sus asombrados y asustados amigos: "¡El imbécil de mi hermano!".
Esto me transportó a mi infancia. En Heliópolis existía una juguetería llamada "La Milagrosa". En su escaparate se mostraban las últimas novedades de la época, los famosos "Madelman" y "Geyperman". El interior parecía una cueva, disponía de poca luz natural, resultando una estancia bastante oscura y claustrofóbica. Los juguetes llenaban todos los espacios: el Quimicefa, el Scalextric, los Juegos Reunidos Geyper...etc. Para aprovechar al máximo el local algunos colgaban del techo. El final del pasillo estaba delimitado por un mostrador de madera y por su dueño siempre un poco enfadado.
Nosotros sólo comprábamos petardos. Disponía de un auténtico arsenal. En cantidad, suficiente como para volar el cercano campo del Betis. En variedad, los había de todos los tamaños.
Los más grandes los usábamos para volar cacas de perro. Mientras más frescas fueran éstas más espectacular resultaba la explosión. Con los medianos hacíamos saltar por los aires los soldatitos de plástico.
Sin embargo mis favoritos eran los pequeños, ideados para introducir en los cigarrillos. Tarea en la que me consideraba todo un maestro.
Corría el año 1.981 y mi hermana mayor accedía a la Universidad. ¡Aquello era un acontecimiento!. La verdad que se había hecho mayor. Ya no llevaba el uniforma de "La Doctrina Cristiana" y vestía un poco rara como hippy-progre años 70. También había comenzado a fumar. Todo esto naturalmente a espaldas de mi padre. Con esta información conseguía todo lo que quería tras someterla a un chantaje sin escrúpulos "¿A qué me chivo y se lo digo a papá?".
En su primer día de universidad, le quité el cartón de cigarrillos "Fortuna", los manipulé y les metí a cada uno de ellos un petardo. Dejé de nuevo el paquete en su sitio. Aquel día mi hermana repartió generosamente algunos cigarros entre sus nuevos compañeros (igualito que ahora que nadie comparte ni un cigarro).
Aún retumba en las paredes de la Universidad de Historia el grito que dió mi hermana aquel día ante sus asombrados y asustados amigos: "¡El imbécil de mi hermano!".