A veces se me olvidan las cosas. Esta mala memoria puede ser consecuencia de la edad que no perdona. No tengo ninguna duda que también responde a un golpe muy fuerte que me di en la cabeza hace muchos años.
Este desgraciado incidente ocurrió un 1 de noviembre de 1.994, día de Todos los Santos.
Había quedado con mis hermanos para tomar unas cervecitas en el bar de un amigo. Como siempre me personé en mi único medio de transporte en aquella época: mi bicicleta.
Tras escuchar unas veinte veces la misma frase de: "venga pide la última ronda" llegó el momento de regresar a casa. Nos esperaba una buena bronca porque no habíamos llamado para decir que no íbamos a comer.
Pedaleé con energía para llegar antes que mis hermanos. A la salida del pueblo la carretera asfaltada terminaba en un prominente escalón y ahí comenzaba el camino de albero que seguía hasta mis casa. Este punto era un aliciente porque al aproximarme a él cogía carrerilla y saltaba con entusiasmo.
Aquel día, como siempre, en la aproximación aumenté la velocidad, en el momento adecuado inicié el despegue, pero durante el vuelo algo falló, la rueda delantera abandonó la horquilla de la bicicleta, sólo volaba con la rueda trasera. Todo indicaba que el aterrizaje iba a terminar en catástrofe.
Cuando llegó la ambulancia, ya no había nadie allí. Un vecino que presenció el accidente, me recogió del suelo y me llevó a casa de mis padres. Había perdido el conocimiento. Poco después desperté, no me acordaba de las últimas horas, se me había salido el hombro y era bien visible un golpe en la cabeza que tenía arañada y con una mezcla de sangre y arena.
Mi cuñado sólo verme llegar me montó en su coche y me llevó al ambulatorio, en ese momento llegaba la ambulancia sin el ciclista accidentado. Del coche me pasaron a la ambulancia y de ahí al Hospital de Valme, en donde entre otras cosas me metieron el hombro en su sitio. Después dolorido aguardé no sé cuantas horas en observación sentado en una silla de ruedas.
Pero lo peor de todo fué cuando llegó mi padre al hospital diciendo: "¡Qué le hagan la alcoholemia!.
Este desgraciado incidente ocurrió un 1 de noviembre de 1.994, día de Todos los Santos.
Había quedado con mis hermanos para tomar unas cervecitas en el bar de un amigo. Como siempre me personé en mi único medio de transporte en aquella época: mi bicicleta.
Tras escuchar unas veinte veces la misma frase de: "venga pide la última ronda" llegó el momento de regresar a casa. Nos esperaba una buena bronca porque no habíamos llamado para decir que no íbamos a comer.
Pedaleé con energía para llegar antes que mis hermanos. A la salida del pueblo la carretera asfaltada terminaba en un prominente escalón y ahí comenzaba el camino de albero que seguía hasta mis casa. Este punto era un aliciente porque al aproximarme a él cogía carrerilla y saltaba con entusiasmo.
Aquel día, como siempre, en la aproximación aumenté la velocidad, en el momento adecuado inicié el despegue, pero durante el vuelo algo falló, la rueda delantera abandonó la horquilla de la bicicleta, sólo volaba con la rueda trasera. Todo indicaba que el aterrizaje iba a terminar en catástrofe.
Cuando llegó la ambulancia, ya no había nadie allí. Un vecino que presenció el accidente, me recogió del suelo y me llevó a casa de mis padres. Había perdido el conocimiento. Poco después desperté, no me acordaba de las últimas horas, se me había salido el hombro y era bien visible un golpe en la cabeza que tenía arañada y con una mezcla de sangre y arena.
Mi cuñado sólo verme llegar me montó en su coche y me llevó al ambulatorio, en ese momento llegaba la ambulancia sin el ciclista accidentado. Del coche me pasaron a la ambulancia y de ahí al Hospital de Valme, en donde entre otras cosas me metieron el hombro en su sitio. Después dolorido aguardé no sé cuantas horas en observación sentado en una silla de ruedas.
Pero lo peor de todo fué cuando llegó mi padre al hospital diciendo: "¡Qué le hagan la alcoholemia!.
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