Hoy en día es muy fácil ligar, al menos eso me parece. En mi juventud era un poco más complicado. Naturalmente existían los ligones de siempre, incluso algunas chicas eran un poco más ligeras de cascos que la media. Pero en general los niños eramos más inocentes o, por que no decirlo, más tontos.
Allá por el año 1.987 disfruté las vacaciones de verano en la casa que mis padres tenían en el campo junto a mi amigo Capitán. De lunes a viernes permanecíamos solos y los sábados llegaba el resto de la familia.
Mi padre nos asignaba algunos trabajos para esos días, como: cortar el césped, limpiar la piscina, regar, pintar, etc; a cambio de una pequeña compensación económica que nos servía para salir por el pueblo.
Uno de aquellos trabajos consistió en limpiar la cubierta de la casa de hojarasca y pequeñas ramas caídas de los árboles más próximos.
Para acceder a la limatesa utilizamos una escalera de cinco metros de longitud . Una vez arriba realizamos con ahínco el trabajo previsto, después nos sentamos a descansar y disfrutar un poco de las vistas.
No muy lejos divisamos las figuras de dos jóvenes mozas. Eran las hijas de uno de los pocos vecinos de la zona. La verdad es que estaban de muy buen ver. Rebosaban salud por los cuatro costados.
A mi amigo se le ocurrió una idea para entablar conversación con ellas. Consistió básicamente en empujar la escalera para quedar, de manera premeditada, prisioneros en el techo de la casa. La segunda parte del plan que no era mucho mejor, se basaba en llamar a las muchachas con la ilusión que vinieran a nuestro encuentro y procedieran al glorioso rescate.
Las chicas debieron advertir el engaño y no quisieron entrar al trapo. Seguramente debimos resultarles muy feos, muy tontos o las dos cosas a la vez. Continuaron impertérritas su camino y nosotros quedamos en una situación paupérrima. Habida cuenta que estábamos en el mes de agosto, por la tarde, a pleno sol, sin sombra en la que cobijarnos, sin agua, ni medios para llamar a algún alma caritativa que nos devolviera la libertad.
Tras cuatro horas de exposición al sol, con una insolación de aupa, la madre de las niñas corrió en nuestro auxilio, supongo que informada a destiempo por sus hijas que veían claramente que íbamos a morir achicharrados.
La bajada por la escalera resultó una de las experiencias más humillantes que recuerdo de aquellos años de ligoteo.