Recuerdo aquella visita con claridad y han pasado al menos 30 años, seguramente porque en aquellos días la vida transcurría tan plácidamente, que cualquier cambio quedaba grabado indeleblemente en mi memoria.
Sonó el teléfono, al otro lado del aparato un señor que preguntaba por mi padre. Decía conocerlo y quería saber la hora a la que llegaba a casa para saludarle. De todo ello le informé como buen bocazas que era.
Llegó mi padre a casa puntualmente, a la hora de todos los días. Pocos minutos después sonó el timbre. Mi padre, intrigado, acudió a abrir la puerta. Yo con él.
Tras la puerta apareció el enigmático personaje. Fue éste el primero en romper el hielo:
- ¡Hola Manolo, no te acuerdas de mí!.
- No, realmente no.- Sí hombre, compañero de pupitre cuando teníamos diez años, en Oviedo. ¿No recuerdas?.
- No sé, no caigo, han pasado tantos años...
- Manolo qué mala cabeza. Pepín***, tu amigo Pepín.
- Pepín...sí, ahora sí. Pero hombre cuantos años. Bueno, bueno ¿Y tú que haces en Sevilla?.
- Negocios, estoy aquí por negocios. Permaneceré en la ciudad una semana. He pensado en aprovechar para saludar a los compañeros de estudios que han aterrizado por aquí, y que no son pocos.
Pasó a casa. Charlaron de los años de la niñez y del colegio, también del resto de compañeros asturianos residentes en Sevilla. Habló largo y tendido de sus pingües negocios relacionados con productos farmacéuticos y hospitalarios. Cuando se marchó mi madre le dijo a mi padre que todo aquello le resultaba muy extraño, que no le parecía normal y que ese hombre le recordaba a un gánster.
El personaje: de estatura media, pelo negro rizado, abundante barba, tenía la cara rechoncha pero agradable, un tanto colorada. Hablaba muy fino, como mi padre, y hacía gala de una gran verborrea, aunque resultaba un poco cursi.
Al día siguiente regresó y se invitó a comer. Después del almuerzo llegó la hora del café. Recuerdo a mi madre preguntarle:
- ¿Azúcar?.
Respondió él:
- Un buen café se debe tomar solo, sin azúcar. Sólo echo azúcar a un mal café.
Tras probarlo se dirigió a mi madre.
- Por favor sí, un poco de azúcar.
Mi madre reconoció después que sintió ganas de tirarle la cafetera a la cabeza. Yo disfrutaba de tanta novedad, pero mis padres estaban un poco hartos de este personaje singular.
Dos días después acudió a la oficina de mi padre para despedirse. Continuaba viaje por otras provincias. Le pidió a mi padre 100.000 pesetas de la época, que le devolvería en cuanto regresara a Asturias. El día anterior cerró un buen negocio y había adelantado un dinero con el que no contaba. Mi padre, además de tener muy buen corazón, siempre fue excesivamente confiado. Le prestó el dinero.
Han pasado más de 30 años y nunca más se supo de Pepín, su amigo y compañero de pupitre.
Nota***: Pepín es un nombre ficticio, no he querido usar el auténtico.