Hoy le he comprado una sandía a un agricultor que las vendía en la cuneta de una carretera comarcal próxima a Jerez de la Frontera. He recordado una historia familiar sucedida hace muchos años.
Mi padre siempre fue una persona extremadamente trabajadora. De lunes a viernes atendía sus obligaciones profesionales, que le ocupaban todo el día. El fin de semana, lejos de descansar, se daba unas palizas tremendas trabajando en el campo: podaba, regaba, plantaba, arrancaba, limpiaba, y un largo etcétera.
No sé como llegó a sus manos un libro de horticultura en el que se instruía al lector en el noble arte del cultivo de una huerta mediterránea, con sandías, melones, lechugas, tomates, pimientos y rábanos.
El proyecto le entusiasmó e inmediatamente se puso manos a la obra. Dispuso para ello un terreno de aproximadamente 2.000 m², habilitó el mismo para el uso al que se destinaba. Ello requirió la aportación de una sustrato de calidad, también abono orgánico y naturalmente fue necesario arar la mezcla pertinazmente. No se resistió y montó un complejo sistema de riego por goteo. Por último seleccionó unas semillas importadas de California de una calidad extraordinaria que garantizaran el éxito de la empresa.
Todo aquello supuso un esfuerzo físico y económico muy importante. Fueron pasando los meses y todo ello comenzó a eclosionar. No tuvo más remedio que contratar un jardinero que le ayudara a mantener aquel vergel.
Llegó el verano y con él las deseadas sandías. Efectivamente eran de gran calidad y no estaban mal de tamaño. La recolección resultó extenuante por el gran número de unidades producidas, recuerdo perfectamente un cuarto de 30 m² ocupado en su totalidad por sandías y melones. Había sandías para alimentar un regimiento de la Legión durante todo el verano. Así comenzó la ardua tarea de regalar sandías a familiares y amigos hasta agotar las existencias. No cuento ya el resto de hortalizas, algunas lechugas llegaron a alcanzar los dos metros de altura.
Una tarde descansando en la terraza, llamó a a la puerta un paisano al grito de "¡asandías frescas y colorás!" mi padre por aquello de comparar le compró una sandía, todas eran de gran tamaño; resultando la probada incomparablemente mejor que las caseras y a un precio irrisorio.
Han pasado treinta años y tengo constancia que todavía están saliendo sandías de aquel huerto maldito.
Mi padre siempre fue una persona extremadamente trabajadora. De lunes a viernes atendía sus obligaciones profesionales, que le ocupaban todo el día. El fin de semana, lejos de descansar, se daba unas palizas tremendas trabajando en el campo: podaba, regaba, plantaba, arrancaba, limpiaba, y un largo etcétera.
No sé como llegó a sus manos un libro de horticultura en el que se instruía al lector en el noble arte del cultivo de una huerta mediterránea, con sandías, melones, lechugas, tomates, pimientos y rábanos.
El proyecto le entusiasmó e inmediatamente se puso manos a la obra. Dispuso para ello un terreno de aproximadamente 2.000 m², habilitó el mismo para el uso al que se destinaba. Ello requirió la aportación de una sustrato de calidad, también abono orgánico y naturalmente fue necesario arar la mezcla pertinazmente. No se resistió y montó un complejo sistema de riego por goteo. Por último seleccionó unas semillas importadas de California de una calidad extraordinaria que garantizaran el éxito de la empresa.
Todo aquello supuso un esfuerzo físico y económico muy importante. Fueron pasando los meses y todo ello comenzó a eclosionar. No tuvo más remedio que contratar un jardinero que le ayudara a mantener aquel vergel.
Llegó el verano y con él las deseadas sandías. Efectivamente eran de gran calidad y no estaban mal de tamaño. La recolección resultó extenuante por el gran número de unidades producidas, recuerdo perfectamente un cuarto de 30 m² ocupado en su totalidad por sandías y melones. Había sandías para alimentar un regimiento de la Legión durante todo el verano. Así comenzó la ardua tarea de regalar sandías a familiares y amigos hasta agotar las existencias. No cuento ya el resto de hortalizas, algunas lechugas llegaron a alcanzar los dos metros de altura.
Una tarde descansando en la terraza, llamó a a la puerta un paisano al grito de "¡asandías frescas y colorás!" mi padre por aquello de comparar le compró una sandía, todas eran de gran tamaño; resultando la probada incomparablemente mejor que las caseras y a un precio irrisorio.
Han pasado treinta años y tengo constancia que todavía están saliendo sandías de aquel huerto maldito.
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