En aquella época, mi afición por las motocicletas era un tanto exagerada, más bien parecía una obsesión monotemática. Quizás porque no tenía moto y soñaba con ellas a todas horas.
Cuando mi amigo Manolo Martín, compañero de universidad y gran aficionado, me sorprendió con la noticia que me regalaba una moto heredada de un familiar fallecido. Mi imaginación se activó inmediatamente, proyectando mil viajes y aventuras sobre mi nueva moto.
Se trataba de una Bultaco Mercurio 155. Un modelo muy ligado al medio rural.
Fabricada en 1.964, esta clásica española cubicaba 153,1 cm3 y rendía 11,6 CV a 5.500 rpm. Su velocidad máxima se aproximaba a los 80 Km/h. Cifra mágica en su momento, que se alcanzaba tras engranar las cuatro marchas disponibles.
La verdad que no era para tirar cohetes, pero a caballo regalado no se le mira el diente, y esto era lo que había. Además era un orgullo poseer una auténtica Bultaco, marca legendaria tristemente desaparecida y que despertaba en mi subconsciente recuerdos vinculados a la lectura de mil revistas.
Pronto acordamos el día y la hora de recoger la moto. Y este llegó. La primera mala noticia fue que la moto no funcionaba y necesitaríamos un vehículo para transportarla a mi casa. Esto no fue problema porque sólo disponíamos de un Seat Panda y ahí teníamos que entrar dos de mis hermanos, la moto y yo.
Era sábado por la tarde, mi amigo residía en la localidad sevillana de Cantillana. Llegamos puntuales. Como la moto era un regalo (después comprobé que efectivamente era un "regalito"), lo primero era demostrar mi agradecimiento, invitando a una copa en algún local típico de su pueblo.
El establecimiento elegido nos sorprendió gratamente. Se trataba de una antigua bodega, reconvertida en cantina. Para acceder al local había que atravesar parte de la casa de los propietarios que aquel día, bastante frío, veían la televisión acurrucados en su mesa camilla.
El interior era espectacular: techos altos de madera, paredes que habían sido blancas estaban ennegrecidas por los vapores etílicos que desprendían las barricas. Ambiente oscuro, impregando de un olor a vino y madera que abrían el apetito. Las botas se soportaban unas sobre otras. El único mobiliario existente consistía en unas mesitas de madera muy sencillas y unos taburetes.
El vino era muy barato. Se nos calentó la boca y bebimos mucho durante largo rato. A la hora de marcharnos comprobamos que estabamos muy afectados. Sobre todo mi hermano Carlos que al levantarse perdió el equilibrio y dió de bruces contra el suelo llevándose la mesa de por medio. El dueño de la bodega nos riñó con razón.
Llegó la hora de conocer la moto. ¡Qué decepción!. La moto había permanecido los últimos meses a la intemperie, en medio del campo en una parcela de la familia, y su estado era deplorable. Tuve que convencer a mi hermano para que accediera a montar aquel hierro viejo y oxidado en su coche.
Como cualquiera puede imaginar, la moto no cabía en el Panda. Así que tuvimos que ir con el portalón trasero abierto y media moto fuera. Estuvimos a punto de perder la moto en un golpetazo que dimos al pasar un badén.
El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, la primera piedra fue la Sanglas y la segunda la Bultaco. De Guatemala pasé a Guatepeor.
Como no podía/quería gastar más dinero en el taller opté por restaurar la moto yo mismo. A tan noble operación se apuntó mi compañero Rafa Asuar. Entre los dos, en el garaje de casa de mi abuela, desguazamos la moto. Nuestra experiencia en el campo de la mecánica no iba más allá de arreglar un pinchazo en una bicicleta. Pero desmontar es tarea fácil. Cosa de niños. Aquello fue un puzzle sencillo de deshacer pero que después no supimos reconstruir.
Creo que el mecánico se estaba haciendo de oro a mi costa, así que cuando me vió aparecer con aquellos cajones repletos de piezas de lo que parecía una moto, se frotó las manos.
Unas semanas después la vieja Bultaco había recobrado la vida.
La moto funcionaba, pero honestamente no era lo que había soñado. Al acelerar expelía un imponente petardazo al tiempo que expulsaba una llamarada de fuego por el escape.
Mis hermanos esperaban en casa para probar la moto, y al verme aparecer en esta moto de circo se morían de la risa. Mi padre asustado, se asomó por la ventana para ver que sucedía allí.
Frente a la puerta de mi casa había una zona muy bacheada, al pasar por aquel lugar con la moto sufrí la rotura de la suspensión delantera. A punto estuve de salir volando por encima del manillar porque la moto se frenó de golpe. La horquilla no tenía reparación posible y debía ser sustituida.
La moto se la regalé a un amigo de mi hermano que restauraba motos antiguas. Tengo entendido que hizo un buen trabajo. La Bultaco Mercurio 155 recuperó el esplendor perdido, cuarenta años después de su nacimiento.
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