lunes, 17 de noviembre de 2008

Ave de rapiña

Si una cosa está clara, es que la vida de estudiante está vinculada a no tener un duro. En mi caso los ingresos se reducían a las clases particulares que impartía por las tardes de lunes a viernes, y a la caridad cristiana de padres, hermanos mayores, e incluso cuñados.

En estas condiciones el planteamiento de un fin de semana en la playa, se establecía sobre criterios de máxima austeridad.

El orden de prioridades era el siguiente: coche, gasolina, cerveza y si sobraba algo de dinero, comida.

En uno de estos viajes, en el Seat Panda de mi hermano, tuvimos un incidente que hoy me viene a la memoria.



Observamos antes de salir, que el coche perdía un poco de agua por el circuito de refrigeración del motor. Nada que no se pudiera remediar con un poco de agua del grifo. Así que cargamos nuestros bártulos, cajas de botellines y tienda de campaña, y partimos en un nuevo viaje a Valdelagrana (Cádiz).


En primer lugar, parada obligada en la gasolinera. La verdad es que en esta época, teníamos un olfato muy desarrollado para calcular el consumo de gasolina del coche. Porque no le echábamos ni un litro de más. Sólo lo estrictamente necesario para el recorrido de ida y vuelta. Y pocas veces nos quedamos tirados en la carretera.

Después de esta brevísima parada, tomábamos la carretera nacional N-IV camino de Cádiz (naturalmente desechábamos la autopista. Este era un lujo que no nos podíamos permitir. Y además a nuestra velocidad crucero de 90 Km/h, ibamos a tardar lo mismo).


Debían ser algo más de las diez, cuando las prestaciones del coche, que ya en condiciones normales eran muy justitas, comenzaron a desfallecer. El circuito de refrigeración había perdido agua y el motor se calentaba con la consiguiente pérdida de rendimiento. Rellenamos con agua. Guardábamos la esperanza de poder recorrer el resto del camino hasta nuestro destino.

Aproximadamente nos quedaba la mitad.

Unos quince kilómetros después, el coche se volvió a calentar, así que tuvimos que volver a parar, y repetir la operación.


Fue entonces cuando apareció de la oscuridad un camión grúa, que debía estar por allí esperando alguna víctima. Se aproximó y nos ofreció su servicio de remolque.

Creo que si a la suma de todo el dinero que llevábamos encima, le añadíamos el valor de las cajas de cerveza, la tienda de campaña y el coche, no alcanzábamos a reunir la cantidad que aquel señor nos pedía por llevarnos al pueblo más cercano.


Obviamente desechamos cualquier tipo de ayuda externa, al menos a ese precio, y continuamos nuestro calvario particular quince kilómetros más.

La prueba de fuego iba a ser la cuesta que sigue la localidad sevillana del Cuervo, limítrofe con la provincia de Cádiz.


Y así fue. El coche no podía superar la pendiente. En gran parte la hicimos empujando. Escoltados, eso sí, por el camión grúa que nos seguía pocos metros más atrás, convencido de nuestro fracaso y de su ulterior intervención.

Realmente era como un ave de rapiña que merodeaba alrededor de su víctima, esperando el momento más propicio para precipitarse sobre ella.





Cuando alcanzamos la cima, el buitre carroñero, perdió la paciencia y abandonó la zona decepcionado. Apabullado por una victoria, ganada a pulso.



Llegamos a Valdelagrana a las dos de la mañana, habíamos tardado cinco horas, en recorrer un trayecto de una hora y media. Pero lo habíamos conseguido.

No hay comentarios: